Las Historias Calladas
Por Pedro Sánchez Contreras
Siempre escuchaba callada las historias que a mí se me antojaban sacadas de un libro maravilloso de aventuras, esas que nos cuentan una y otra vez porque ya no se acuerdan si nos las contaron o no.
Historias maravillosas que se escuchaban en cualquier rincón de nuestro pueblo, en las cuatro esquinas buscando la brisa fresca de la tarde noche, en los portales para reposar la cena antes de dormir cuando empezaba a levantarse el airecillo fino de la primavera y el verano. Historias al calor de la lumbre de la matanza o de los ajetreos alegres de la navidad mientras se mezclan la masa de mantecaos y rosquillos de anís con tortas de pascua.
Mi vida no tiene nada de especial, pero será que cuando nos hacemos mayores nos volvemos un poco vanidosos y queremos que se sepan nuestras andanzas, o quizás la insistencia de los nietos que preguntan y preguntan para conocer cosas que a ellos les parecen inimaginables o escenas de la última serie que vieron sobre el siglo pasado. El caso es que nuestra mente está cansada a la par que nuestro cuerpo pero en ella se debaten las imágenes de hace tanto que ahora nos parecen lejanas y a la vez tan presentes.
Todo empezó en una cortijada perdida de la sierra de Lubrín dos años antes de que empezara nuestra guerra civil. Allí llegué al mundo al calor de la lumbre de un frío mes de abril, mientras mi pobre padre intentaba arar la tierra necesaria para que no le faltara trabajo y así poder dar de comer a su ya numerosa familia. Mi madre, una mujer fuerte, de las de antes, luchaba codo a codo con las necesidades familiares y con la nueva boca que llegaba.
No me iban a faltar manos que me cogiesen al primer llanto, porque ya éramos ocho, pero los años eran difíciles y las necesidades pasaban por asegurar la comida en una sociedad convulsa que aspiraba a grandes cosas pero que no se si el odio o la triste envidia se encargó de callar. Para mí, las alegrías se quedaron en el capazo de esparto que usaba mi madre para llevarme al campo y colocarme en una sombra mientras ayudaba a mi padre, porque a los ocho meses una madrugada fría de finales de noviembre, como tantas veces mi madre bajó al corral a hacer sus necesidades porque estaba indispuesta, y ante la tardanza mi padre se la encontró tirada en el suelo. Un cuerpo fuerte y curtido en el campo estaba allí como una marioneta rota, sin vida. El agotamiento había acabado con una vida aún joven y se la llevó sin darnos cuenta.
Mi padre solo pudo soportarlo una semana, el tiempo justo de darse cuenta que en el cortijo el alma errante que vagaba no era la de mi madre, sino la suya propia. Ahora cuando miro la foto en blanco y negro de ellos sigo pensando lo mismo que cuando conocí esta historia hace ya unos cuantos años cuando se la conté a mis hijos lo mismo que os la cuento a vosotros. Mis padres se tenían que querer demasiado para que la pena de la ausencia pudiera con la fuerza de los hijos y acabara por unir las almas errantes que cansadas de luchar con la grama y los cardos buscara aunque fuese el rastrojo del trigo y la cebada para hacer un poco de pan.
Así fue como una madrugada de invierno quedé huérfana de padre y madre en apenas una semana, que fue el tiempo con el que la desazón, la angustia y la mayor de las penas, pudo con el corazón roto de un marido que en la miseria del cortijo de una pedanía perdida en nuestras sierras cercanas, dejó a sus hijos a merced del inicio de nuestra errónea Guerra.
Me contaron, muchos años después, que los dos mayores de mis hermanos, desde la lejanía de un cerro próximo a las tapias del pequeño cementerio y entre un ligero aguacero miraban el último adiós paterno y ya nunca más se les vieron. Quizás pudo la pesada carga, tal vez la cobardía, pero no, solo fue el miedo que apresó la responsabilidad de mantener unida una familia numerosa que necesitaba comer.
Los medianos fueron acogidos por algún familiar y alguna familia que no tenía hijos pues la situación económica era muy mala y se necesitaba de todo para comer, así, el hambre hizo temer por los más pequeños, que no llegábamos al año y tampoco pasábamos de los cuatro.
Entonces no había teléfonos ni televisiones para contar historias, pero en los pueblos todo se sabía y las noticias, si eran malas, llegaban antes a las calles. Y ahí es donde empezó realmente mi idilio con este pueblo que nunca he abandonado, y al que llegué cuando no tenía ni un año de vida, pero una mata de pelo negro que buscaba las manos de mi madre por todos los rincones, y mi capazo de esparto con una más que segura mantita de rayas.
En un diciembre frío y extremadamente triste, llegó al Pozo Sáez un matrimonio que alentado por los acontecimientos ocurridos y avisados por un familiar, que allí había dos niñas pequeñas que necesitaban de alguien que las cuidase. Dispuestos iban a quedarse con la más grande de las dos, pero la mujer quedó sobrecogida de la tristeza que allí se respiraba al ver que el bebé de unos siete u ocho meses iba vestido también de luto. Con los ojos rasos de lágrimas decidió que sería ella la niña que cuidarían. Así partieron a Huercal-Overa, dónde entonces vivían, y de ahí a Cantoria para hacerse cargo de una pequeña casa con un patio y un horno que regentarían. Había que acondicionar la vivienda y como no disponían de lo necesario, mientras ocuparon una temporada una casa cercana en la calle San Juán.
Entré por primera vez en mi casa de la calle San Cayetano y mis ojos grandes vieron dos rostros desconocidos pero llenos de una dulzura especial. Me enseñaron a llamarlos papá y mamá y en mi joven mente se fueron borrando imágenes que ahora pertenecían a mi pasado hasta que llegó un momento en que tristemente las olvidé.
Escuché mi nombre, Antonia, y con el me quedé para siempre. Recuerdo un día que mis hijos me preguntaron extrañados que si yo tenía dos nombres, pero solo me llamaban por uno y les costó entenderlo igual que a vosotros, que con lo espabilaos que sois ahora, no os creíais que la abuela se llamara de otra manera. Pero bueno, para que veáis, como en Cantoria empecé de nuevo, y aunque bautizada ya estaba, sin embargo para todos era la pequeña Antonia a la que incluso intentaron cambiar los apellidos y que la burocracia de entonces no lo permitió, como una especie de signo que te advierte que el pasado hay que tenerlo en cuenta para aprender de él.
Mis nuevos padres eran una familia humilde y trabajadora que no podía tener hijos y que necesitaban volcar el cariño que tanto tiempo habían guardado para la mayor de sus alegrías, que mira por donde tuve la suerte de ser Yo. Pronto empecé a oler a pan recién horneado porque en la entrada misma de la casa había un viejo horno de esos que se calentaban con haces de retamas y algún puñado de sipia. Uno de esos que ahora vosotros veis como una reliquia del pasado en alguna tapia de algún cortijo, solo que éste era más grande y servía para que la gente del pueblo cociera sus tablas de pan casero (que en aquellos años a veces era de cebada). En la misma calle pronto hubo otro horno y una tienda, y una familia que sería, con el paso de los años, la que nunca llegué a tener y con la que vuestros padres sintieron como tal cuando se mezclaban los olores a especies con el aroma a garbanzos torraos que daba la vuelta a la esquina y se impregnaba por las ventanas.
Fui creciendo ajena a la propia miseria que ocasiona toda una guerra porque era demasiado pequeña para darme cuenta del rencor que llevaban formas diferentes de pensar. Mis necesidades tampoco eran tantas y lo más simple se convertía en algo sorprendente y maravilloso. Nunca tuve muchos juguetes, pero lo cierto es que los niños de entonces tampoco teníamos muchos, pero éramos muy ingeniosos y le poníamos imaginación hasta a un pedazo de caña que vestíamos con un retal sobrante y parecía una princesa.
Mi padre tenía un buen porte, y aunque parecía serio, lo cierto es que no lo era. Tenía costumbres fijas y le gustaba afeitarse en la ventana frente al patio con una navaja nacarada y una brocha de pelo suave. Escuchaba la radio buscando emisoras de onda corta y de onda media para estar informado porque era un ávido lector de periódicos, aunque fuesen pasados.
Mi madre era una mujer de carácter y con el moño bien puesto, como se suele decir, pero con un pedazo de corazón para con los que lo necesitaban, pues de su casa nadie se iba sin al menos un pedazo de pan. Siempre escuchaba a la gente porque de ella se aprende, decía. Yo había aprendido a escuchar, y escuché. No pregunté nada, deje que la historia siguiera su curso y ella apareciese sola en el espacio tiempo y me atrapara como un buen libro hace con su ávido lector.
Así, un día en un mercado me dijeron algo que hizo tambalearse mi mundo de ensueño. Alguien me dijo: “Tú eres mi hermana”. Y Yo, salí corriendo entre asustada y enfadada para llegar a mi casa y llena de miedo refugiarme en un rincón para llorar. Mi padre no tuvo que preguntarme nada y cogiendo a mi madre de la mano se sentaron junto a mí esperando que callara.
Ahí fue cuando empecé a conocer todas las cosas que te he contado antes. Ahí fue cuando empecé a preguntarme quien era y porque me había ocurrido todo aquello. Al principio decidí que no quería conocer a nadie, pero después sentí que necesitaba saber para entender. Yo ya quería a mis padres adoptivos, eso no me lo iba a quitar nadie. Ya estaba en mi casa y además vivía en mi pueblo y eso no lo podían cambiar porque me había impregnado hasta lo más hondo de estas calles y de estas gentes, que ahora son las tuyas.
Me llevaron a conocer a mis hermanos pequeños, pues mis padres se pusieron en contacto con un familiar que vivía en Huércal-Overa y allí localizó a una de mis hermanas y poco a poco fuimos sabiendo dónde estaban los más pequeños. A pesar de estar cerca (actualmente) antes las distancias eran de días y más si eran a pie. No se lo que sentí, pero lo cierto es que desde el primer momento tuve claro que quería seguir viéndolos para recuperar algo que en mi interior estaba vacío.
Con el paso de los años he pensado mucho en ese momento y recuerdo como los cuatro más pequeños abrazados no podíamos dejar de derramar lágrimas que se mezclaban con la alegría y la tristeza profunda por todos aquellos años y todas aquellas ilusiones que no habíamos compartido. Nuestras vidas no habían sido fáciles, pero tampoco nos podíamos quejar porque encontramos un hueco donde se nos había querido inmensamente.
Mi pasión han sido mis hermanas María, Encarnación y mi hermano Luis. De ellos fui conociendo los detalles de mi vida, de la que fue mi primera familia. Quería saber como fueron mis padres y por eso muchos años después mi hermano Luis me llevó al sitio donde había nacido y allí escuché a un par de vecinas mayores que me hablaban de cuanto se habían querido mis padres y eso para mí fue todo cuanto necesitaba saber para valorar mejor la suerte que tuve al llegar a Cantoria.
En nuestras reuniones familiares se han mezclado siempre dos sentimientos: la alegría de vernos y la tristeza por no haber compartido mucho más. Pero el espíritu de los cuatro era el no caer en la desesperanza y ver lo positivo de la vida aún cuando la tristeza te embargara.
Me salieron los dientes detrás de una artesa haciendo pan metiendo las manos entre harina y masa esperando que fermente para cocerlo en el horno. Y ahí les han ido saliendo a mis hijos. Así, mi casa encierra toda una vida de sentimientos atrapados entre paredes y de vivencias que van más allá de la propia familia. Siempre me gustó hablar con la gente y escuchar para aprender. Me gustaba la música porque me daba vida y cuando los domingos limpiábamos la casa, los vecinos me escuchaban cantar las coplas de la Piquer o los boleros de Machín, mientras aireábamos las sábanas y con la escoba barríamos los suelos de losas pequeñas que formaban dibujos caprichosos.
Como no escuchar las historias calladas de aquellos que partieron a Brasil o Argentina y que se quedaron atrapados por los enormes territorios que allá a lo lejos no se parecían en nada a Cantoria, pero que en las distancias cortas de nuestros pensamientos aparecían los pagos, los bancales y los llanos en el cauce de nuestro río, dormido en el Valle. Otros nos relataban las dificultades del idioma alemán o la musicalidad del francés o el frío de la gélida Suiza y anhelaban el calor de nuestro sol, de los días claros y largos del verano y el aroma de nuestro amanecer.
Yo también emigré a Barcelona a principios de los años sesenta para buscar un giro a nuestras vidas pero al cabo de un año mis padres y mis suegros nos hicieron volver. Y como tantos otros volvimos a ver crecer las ilusiones a través de la luz de la mañana cantoriana. Respiré, cuando la silueta majestuosa de nuestra iglesia se perfiló a lo lejos mientras el frutero llegaba cansino a la estación y el bullicio de maletas desvencijadas y cajas de cartón sembraba el andén. En casa, en casa … el olor a enredaderas y jazmines inundaba el Paseo y te llevaba calles arriba por los rincones vivos de la añoranza.
Ya nunca más he abandonado el pueblo ni he tenido vacaciones porque nos dedicamos de lleno a la panadería y a disfrutar de los mejores momentos que se compartían cuando llegaba la navidad y la gente traía sus latas llenas de mantecaos de distintas clases y sabores para cocerlos y compartir unos ratos maravillosos alrededor de la puerta del horno. Siempre las tardes inacabables se confundían con las noches llenas de chascarrillos, villancicos, y entre botellas de anís se compartían alegrías y también a veces tristezas. El aroma de esos días te acompaña siempre porque la mezcla de azúcar molida, canela, limón y otras especies inunda tus sentidos y se apodera de ellos. Cuantas anécdotas se podrían contar de las ocurrencias de unos y otros que matábamos los ratos de espera probando estrellas, medias lunas, o cualquier forma hecha con vasos o moldes diversos.
Me gustaba la navidad por su luz espiritual, por su derroche de alegría, por la necesidad de buscar los momentos de familia y por sus olores que se convertían en un mundo de sensaciones. No me gustaba la tristeza de la semana santa, llena de música monótona y cargada de momentos para la reflexión, pero si me gustaba la misa de gallo envuelta en un acontecimiento de luz y sonido con la llegada de la media noche. Yo creo, tengo una profunda creencia religiosa, pero sobre todo creo en las personas.
Con el paso del tiempo todos aprendimos la importancia de la conversación, de escuchar y de aconsejar, porque en los pueblos somos afortunados y tenemos psicólogos en el zaguán de cada casa y alrededor de cualquier silla mientras en el fuego del butano se prepara una de nuestras comidas que inunda la calle de olores.
Ahora te cuento estas historias antes de que se me olviden porque los mayores a veces olvidamos cosas pequeñas que a la larga son las más importantes. La luz de mis ojos ha perdido el brillo de las viejas fotos en blanco y negro y hay que buscar en el fondo de la retina la expresión cansada de la serenidad que nunca perdió. Al igual que cuando paseamos por las calles casi desiertas y nos detenemos en las esquinas buscando reflejos de esperanza que aparecen entre balcones asomados al tiempo.
Ahora que las canas tiñen la oscuridad de una mirada permanezco con la vida callada de los años que han pasado y me alimento de los momentos que marcaron la luz de su existencia, esos de los que todos nos sentimos atrapados cuando la desesperanza nos envuelve o la nostalgia nos atrapa. Recuerdo sentir las manos curtidas, con las grietas de los días y los brazos fuertes gastados por el trabajo de mis padres, y eso es como sentarse en el mirador de la ermita y mirar el paisaje maravilloso de las curvas del río y la grandiosidad del pago, que verdea y hasta parece que el olor a azahar nos envuelve. Mirar la piel de la cara perdida en arrugas delgadas y el cuerpo menudo ligeramente encorvado por el desgaste de los huesos, es como ver el trazado cuadricular de calles plagadas de tejados envejecidos y casas con historia, de esa que no se refleja en un libro porque está en la memoria de los caminantes.
Mi vida no tiene nada de especial, ya te lo dije. Solo son momentos pequeños de una de esas historias calladas que en cada familia encontraremos y que a vosotros os pueden parecer aventuras de otros tiempos lejanos, pero que seguro que algún día alguna personilla querrá saber que fueron de esos años que otros no contaron.
Yo solo quería conocer una de esas historias calladas pensando que con la ingenuidad de un niño siempre habría una vez, en cualquier lugar lejano un relato de los que cuentan nuestros abuelos y abuelas, pero me ha llevado toda una vida dejar que la historia siguiera su curso y ella apareciese sola en el espacio tiempo y me atrapara como un buen libro hace con su ávido lector. Pero, Yo había aprendido a escuchar, y escuché.
Consuelo Contreras, o más conocida como Antonia del horno. Ilustración: Juan Molina Molina
Consuelo Contreras, mas conocida en cantoria por Antonia del Horno. Colección: Familia Sánchez Contreras
Isabel Martínez y Luis Contreras, padres biológicos de Consuelo. Colección: Familia Sánchez Contreras
Jerónimo Uribe y Juana García, padres adoptivos de Consuelo. Colección: Familia Sánchez Contreras
Consuelo y su marido Pedro en la Feria de Cantoria de principios de los años 40. Familia Sánchez Contreras
Consuelo con su marido y sus hijos en la puerta del Horno. Colección: Familia Sánchez Contreras
Consuelo y Pedro con su familia y con el matrimonio formado por Julio el viejo y su mujer Madalena. Familia Sánchez Contreras