Cantoria en el Recuerdo
Por Jesús Fernández Muñoz
I
Es domingo, la gente va entrando lentamente en la Iglesia. En la puerta, sentado en el suelo, un hombre con un pañuelo en la cabeza, al estilo bandolero, exhibe sus deformadas piernas. Pide “una limosna por Dios” ya que él no la puede ganar por culpa de “sus remos”.
Dentro de la Iglesia, junto a una columna, hay una mesita y sobre ella una bandeja donde van depositando sus parcas limosnas los endomingados feligreses (se rumorea que un conocido comerciante de la localidad suele echar una moneda de diez céntimos mientras coge una de veinticinco ¡qué malpensada es la gente!).
Don Andrés, el Párroco, comienza la misa. Es un hombre corpulento, totalmente calvo, con cara y hechos de buenísima persona. Llega el sermón y los hombres que están a pie firme en las naves laterales y en el fondo salen a la calle en bloque a echar un cigarro. Terminado el sermón los fumadores regresan con tal naturalidad que parecen volver de realizar una acción piadosa. Don Andrés, un santo varón, ni se da por enterado.
Después de la misa al Casino. Allí, de rodillas en el suelo con su desvencijada caja de madera se encuentra el ínclito Jojoy. Está manipulando los zapatos a Victoriano Carrillo y le dice sin cortarse un pelo: “se acuerda Usted cuando yo era su asistente en la guerra”. Victoriano muy serio le contesta “que cómo iba a olvidar una amistad tan antigua”. Después, muy hablador, el absurdo Jojoy sigue contando historias -que probablemente él mismo se las cree-. Posteriormente, se dirige a otro de los presentes: “Don Trino: ¿se acuerda Usted cuando me montó en un avión en Barcelona ?”. Sí, todo el mundo le dice que sí porque no cabe razonar con un ser totalmente quimérico: ¡pobre y fantástico Jojoy!, ¿estará en el cielo o en el limbo?.
Pespectiva de la Iglesia desde el Callejón de la Almazara. Colección: Pedro Llamas.
II
Estoy plácidamente sentado junto a la puerta del Casino y ante mis ojos van desfilando personajes singulares que representan, cada uno en su estilo, la idiosincrasia de nuestro pueblo:
...Se oye el molesto chirrido de la rueda mal engrasada de un carrillo de mano. Transporta dos cántaros de agua. Lo lleva un hombre de una edad indeterminada, con una boina bien encasquetada en la cabeza y camisa blanca remangada por los brazos. Su mirada, desde unos ojos hundidos bajo unas espesas cejas, expresan desconfianza; la nariz, tipo apagavelas, completan su perfil.
Se detiene junto al sillón ocupado por un paisano vestido de negro, de pelo corto y totalmente canoso. Entre ellos se establece un brevísimo diálogo:
--¡Hola, Paquito! ¿es verdad lo que me han dicho, que tu madre se pinta los labios y se da colorete con pimentón?.
--¡Y tú, Pepe Carrillo! ¡Y tu mujer está “preñá”!.
El hombre, sin despedirse, sigue con sus cántaros hasta la esquina de la Posada donde nuevamente echa una descansada. Desde el Casino algunos jóvenes lo increpan con sonido de corneta, y él se agacha haciendo el gesto de coger piedras. Ante este movimiento del hombre de la boina se produce una precipitada retirada general en la puerta del Casino. La maniobra se aborta porque inesperadamente aparece en escena un hombre de aspecto muy serio- con cara de Guardia Civil retirado- que le dice unas palabras, las suficientes para que mansamente vuelva a coger el carrillo y continúe calle arriba nuestro irrepetible hombre de la boina.
...Se me acerca lentamente un hombre de aspecto agitanado, de cara sonriente, quedándose parado junto a mí sin decir palabra. Hace unos cuantos visajes con la cara y me mira con ojos de enajenado.
Después, como si hablara de algo muy importante, me dice muy serio: “Tengo un cortijo de diez mil fanegas, con mil caballos, unas cuantas burras y un buen hato de cabras. Ahora estoy esperando al mediero que me va a traer un par de conejos para que me los guise la Rosa con tomate”. Un joven le dice algo al pasar junto a él, respondiéndole el terrateniente ful con unos cuantos improperios. Nuestro hombre me mira y sonríe, y se marcha mascullando algo. ¡Qué personaje está hecho el vivales de Maquiné!.
...Entra en la plaza mayestáticamente y se detiene bajo un foco de luz, mira a ambos lados, parece un maniquí viviente. Va impolutamente vestido de blanco-sombrero, americana, pantalones y zapatos-. Su ensortijada mano juega con un liviano bastón de caña. Quien no lo conozca pensará que se trata de un marqués o de un rico hacendado de la localidad. Nuestro pintoresco personaje es en realidad un excéntrico colega del humilde San José, de nombre Baltasar.
...Desde varias mesas simultáneamente piden a voz en grito un vaso de agua: “¡Roque, agua¡, ¡Roque, agua¡”. Entonces aparece cachazudamente en la puerta del establecimiento la viva imagen de Sancho Panza, quien, después de recorrer con la mirada todas las mesas como un general que contempla el campo de batalla antes del combate, exclama como auténtico personaje cervantino: “agua, agua, agua...voy a tener que coger la azá y abrir la pará a ver si sus ahogáis tos”.
...Se está jugando a las cartas en una mesa dentro del Casino. Uno de los puntos de la partida es una autoridad política local. Por aquellos días se recogían por los cortijos “aportaciones voluntarias” para una obra pública. El encargado de recoger las aportaciones populares es Manuel, hombre de confianza de la autoridad. Como llevar una libreta para anotar el dinero recibido resulta incómodo el amigo Manuel apunta los ingresos, a efectos contables, en el dorso de un librillo de papel de fumar.
Nuestro recaudador se presenta en el Casino oportunamente, en el preciso momento en el que la autoridad pasa una mala racha en la mesa de juego. Pero cuando percibe que ha llegado su sosias, rápidamente, con el ojo clínico propio del político de raza, ve la posibilidad de rehacer caja. Su jefe le pregunta sin mirar: -“Manuel, ¿cuanto has recogido?”; -“Hoy poco...”, le contesta, “...sólo 470 pesetas”; -“Pues échalas aquí”, le dice señalando el escuálido montoncito que quedaba frente a él sobre la mesa. Los presentes intercambian miradas de connivencia pero nadie dice nada.¿Quién va a malquistarse con la autoridad por tan nimio detalle?. El que manda, manda.
...Como todas las noches de verano en la puerta del Casino se reúne una variopinta y numerosa tertulia. La temperatura es ideal e invita a permanecer allí toda la noche. A veces la reunión no se disuelve hasta las 4 ó 5 de la madrugada- cuando ya algunos vecinos pasan montados en sus borricos para el campo-.
Yo, desde mi sillón, los contemplo. No recuerdo a todos pero sí a los que acudían con más frecuencia. De todos tengo un recuerdo imborrable. Están: Cristino, Avelino Fernández, los hermanos Fornovi, Bartolomé Alarcón (el Boticario), Victoriano Carrillo, Joaquín Llamas, Trino Fernández, Nicasio López, José García, Joaquín Fernández, Juan Reche, Alfonso Jiménez, Julianico, Agapito Sánchez, Antonio Castejón...
Al principio de la noche Pepe García le hace una pregunta, al parecer inconveniente, al boticario y éste se niega a contestar; pero como insistiera el de Líjar en la impertinente pregunta, Bartolomé saca un pañuelo y se lo ata delante de la boca en plan atracador y así permanece toda la noche.
Avelino Fernández, desde su voluminosa humanidad, ha sacado a relucir “casualmente” el tema de aquella noche: Napoleón. Todos lo observan y aguardan a que, con su torrente de voz, dé la correspondiente lección magistral sobre el Emperador de Francia. Efectivamente, la lección de aquella noche versa sobre Napoleón: ¡cuanto sabe Avelino de la historia de este personaje!. Otra noche quizás tocará Hernán Cortés o Isabel la Católica. Este hombre sabe más historia que Menéndez Pidal o tiene una magnifica enciclopedia que consultará con aplicación cada día antes de acudir a la tertulia: ¡ no es posible tanta sapiencia!. Toda la reunión probablemente está en el secreto pero se dejan envolver por la campanuda y convincente voz del hijo de Don Avelino "el Gallego".
Cuando va decayendo la noche se levanta Bartolomé Alarcón y, sin decir palabra, desaparece en la oscuridad. Al rato regresa completamente desnudo envuelto en un albornoz. Con voz cascada se dirige a los pocos que van quedando y les invita a irse con él a la estación a ducharse bajo el depósito de agua de la RENFE.
El casino a mediados de los años 60. Colección: Familia López López
III
En una silla de anea, en plena calle, está sentado Agapito con su acordeón sobre las rodillas. Junto a él está Pedro “el Galán” -alto, de pelo ondulado, camisa blanca y pantalón oscuro-. Va a cantar un tango, probablemente traído de la Argentina por alguno de los emigrantes retornados. Con voz potente y bien modulada se entona:
“Un tiempo fui
la rosa más preciada
de los jardines sagrados del amor
hoy soy la rosa
marchita y deshojada
que ha perdido su aroma, su forma y su color.
Por no olvidar al hombre a quien amaba
una triste noche
mi hogar abandoné
dejando sola...”
Seguidamente va a comenzar el baile. Se piden las parejas. Hombre-mujer, mujer-mujer, chiquilla-chiquilla (algunos, para evitar que con sus grandes y sudorosas manos se manche el vestido de su pareja, colocan un pañuelo entre el traje y su mano).
Alrededor del baile, gamberreando, pululan alegremente tres jóvenes: Garrido (el hijo de Don Gerardo), Eduardo Padilla y Jesús (el hijo de Don Alejo).
Una cuadrilla de amigos en el Bar la Buena Sombra. Colección: Adela Gea
IV
Es 15 de agosto Fiesta de la Virgen. Colocan los turroneros sus puestos, iluminados con luces de carburo, a lo largo de El Paseo. En la esquina del “Rulaor” han colocado una pequeña tarima para la música. Delante de ella la gente baila-que-te-baila. En uno de los descansos sube al tablado un voluntario. Va repeinado, viste una americana verde quizás excesivamente larga, corbata hawayana y pantalones algo cortos. Se trata de una de las personas más buenas y generosas del pueblo. Canta con voz muy potente:
“Jalisco, Jalisco, Jalisco
tú tienes tu novia
que es Guadalajara
mujeres bonitas..."
Es, no cabe duda, la segunda edición de Jorge Negrete. Le piden que cante otra, y él, Bernardo “El Chochete”, no se niega. Demostrar su potente voz es la felicidad de su vida. El Petro, desde la orilla me mira y se sonríe, después me dice: “¿Has visto que guapo está El Chochete?, ¿verdad que parece un artista de cine...?”. Da una calada profunda al cigarro y suelta unas carcajadas.
Emilio el chochete en el campo de fútblo de la ermita. Colección: María Luisa Granero
Emilio el Chochete con su grupo musical Ritmo. Colección: Luisa Grranero
V
Se oye murmullo de gente y canturreo en la esquina de José “el Curro”. Rodean a un ser insólito y estrafalario: una mujer de mediana edad, tocada con un amplio sombrero de paja adornado con raros perifollos y vestida con un traje ridículo- de evidente confección casera-. En la mano una caña-bastón. Junto a ella su hijo Pepito, niño de 10 ó 12 años. Se llama Amor y es conocida como Amor “la Loca”. En cada esquina canta una extraña canción mezcla de castellano, catalán y camelo:
"Era una maca
na pica no nanbigüe.
Era una maca
na pica no nanvigüe.
Que non potingue nanticar
y pasa una, do, tre, cuatre
chinco, sei, siete seman.
y pasa una una, do, tre, cuatre,
chinco, sei, siete seman.
Que si teres, que si teres
que si teres que si teres
volveremos a empezar.
Era una maca...”
Si Pepito por cualquier circunstancia se desmanda en algo Amor le suelta un cañazo. Ahora pienso lo que sufriría el pobre niño bajo la férula de aquel ser extravagante y totalmente enajenado. ¿Qué habrá sido de ellos?.
Pepito Galera, hijo de Amor la Loca, que después se convertiría en el Habichuela, el extra de cine español mas famoso de todos los tiempos
VI
Yo estaba predestinado: Cantoria tenía la mejor y más moderna industria de fabricación de ataúdes del país. Había varios talleres importantes en los que se ocupaban un buen número de trabajadores. Se fabricaban ataúdes de todo tipo y de una calidad óptima.
Desde mi casa, en la calle del Álamo, el panorama habitual que se contemplaba era una fila de ataúdes colocados sobre la pared de enfrente secándose al sol. Los huéspedes y familiares que desconocían este hecho, cuando abrían el balcón por la mañana esperando encontrarse un radiante día de sol, se llevaban la sorpresa de su vida al enfrentarse a tan fúnebre panorama. Ya al llegar al pueblo en ferrocarril en la estación habitualmente había grandes jaulones de madera conteniendo violines para la exportación.
Si recorrías el pueblo en cada calle había un taller en el que se trabajaba el mármol, cincelando cruces o lápidas mortuorias para los cementerios de media España.
Con estos antecedentes a nadie puede extrañar que mi futuro profesional en parte estuviera ligado a la Tanatología. Es lógico pensar que algo debió de influir este hecho en que yo posteriormente me hiciera Médico Forense. Evidentemente estaba predestinado...
Un grupo de amigas que después de misa se pasaron por la carpintería de Pedro Gómez en la Calle Romero y se realizaron esta imagen. Colección: Macías Sánchez
VII
Contemplo cómo en la rambla están extrayendo áridos para bachear la carretera. Son tres obreros dirigidos por un peón caminero. Uno de ellos es de escasa estatura, algo achaparrado, piel muy morena, cara de buena persona y que tartamudea ligeramente al hablar. Se llama José, es gitano y de mote le llaman “Porro”. Viste camisa a rayas anchas, pantalón muy deteriorado, con remiendos de telas de distinto color en ambas rodillas, y un gran descosido en la entrepierna. Se toca con una sucia boinilla que alguna vez fue negra. Es un hombre paciente y trabajador. Cuando hay que traer agua o acarrear herramientas indefectiblemente mandan al pobre Porro; mientras tanto, quizás, los compañeros se solazan bajo la sombra de un árbol.
Por la rambla baja montada en una caballería una mujer vestida de negro que se protege del ardiente sol con un amplio paraguas. Los compañeros hacen una señal a José y éste, obediente, se agacha de espaldas a la viajera; entonces, la pobre mujer contempla horrorizada como por el descosido de la entrepierna de aquel hombre aparece una especie de enorme berenjena negra y peluda. Es la popularmente celebrada “potra del Porro”.
José es soltero y vive en casa de su cuñada Pepa, mujer limpia y prudente. En la misma casa vive su hermana Rosalía - con la que se enzarza en frecuentes disputas por aquello del vino, única felicidad de nuestro José- que es renegrida como él. Se dedica a vender telas por los cortijos y es de una imparable y malintencionada facundia. Completa la familia Perico, hijo de Pepa y sobrino de José y Rosalía. Perico vive en plan señorito sin dar golpe. Es alto y fuerte, con mentalidad infantil, que no cesa de hablar y siempre en tono elevado para que la gente se entere de lo que dice. Es simple y buena persona siendo su característica principal que miente de continuo llegando a veces a creerse sus propias mentiras.
El Rulaor. Colección: Inés Piñero
VIII
Ha muerto una vieja en La Hoya. Después del entierro en Cantoria los deudos y vecinos se encaminan presurosos al bar de la Guardagujas. Allí, en un principio, permanecen todos serios y circunspectos conversando poco y en voz baja. Las botellas de vino se suceden sin pausa y los dolientes van dejándose embargar por el sentimentalismo propio de estas ocasiones; incluso hay quien suelta unas lágrimas.“Qué buena era la tía Josefa”, dice para justificarse uno que todo el mundo sabe que no la podía ni ver mientras estuvo en vida. El tiempo pasa y el alcohol continúa haciendo sus efectos: el duelo decae y llega el momento de la exaltación de los sentimientos amistosos, que en realidad se reducen al intercambio de frases huecas carentes de la más mínima resonancia afectiva. Finaliza la reunión y se “despide el duelo” con las palabras de rigor: “La pobre tía Josefa ya descansó”.
Unas horas después salen del pueblo por El Terrero Juan Fermín y su compadre Ángel Lunes cogidos del brazo. Van canturreando alegremente; algún mozalbete les dice desde la esquina borra... y Juan Fermin vuelve la cabeza y, a voz en grito, exclama: “¡Cantorianos, pueblerinos, perros escalzos!”, y sigue su camino canturreando del bracete de, el para mi inolvidable, Ángel Lunes.
El tío Juan Fermín con su mujer Amparo y la niña Antonia, nieta de Ángel Lunes y Rosenda. Colección: Antonia Pedrosa
IX
Están tomando unos vasos de vino- por cierto, blanco y peleón (del que traen en grandes toneles de La Mancha), con tapas pintiparadas para tal vino: unos platillos con garbanzos torrados, cacahuetes, sangre encebollada y altramuces. Se sientan alrededor de una mesa sin desbastar un grupo de compadres nada remilgados y, según vemos, poco exquisitos en el comer y beber.
Sobre la mesa planean varias molestas y pesadas moscas; una de ellas, durante sus ejercicios acrobáticos, cae en picado en una copa llena de vino donde fenece ahogada. Uno de los compadres que lo advierte le dice a otro: -“Pedro Miguel ¿te has dado cuenta que ha caído una mosca en tu vaso?”. El amigo Pedro Miguel, con desenfado, examina como experto la situación y, dirigiéndose a la mosca, dice mientras se lleva el vaso de vino a la boca: “encoge las patas que vas a pasar un túnel”. Dicho y hecho y...para dentro (que también es carne).
Se trata, con toda lógica, de un hombre nada sensible a los placeres culinarios pero de pelo en pecho y con estómago a prueba de bomba.
Un grupo de amigos y vecinos en una boda. Colección: Ramón Piñero
X
Camina por la plaza una forastera, no es guapa pero sí esta dotada de exuberantes formas. Alguien da la voz de alerta e, inmediatamente, la estrecha puerta de la pequeña y escueta barbería es ocupada por un apretado grupo de paisanos: el que en ese momento se está pelando -con el correspondiente peinador sobre los hombros-, el barbero -con las herramientas propias del oficio en las manos- y 2 ó 3 desocupados que forman allí la tertulia mañanera. Sus comentarios y requiebros son irreproducibles.
El barbero, Juan Pedro (o Juan Pedrillo), es bajo de estatura, de rostro atezado y con los pantalones-de pana- algo caídos sobre sus breves piernas; es la simpatía personificada. Este es el motivo de que nunca falten tertulianos dispuestos a escuchar y regocijarse con sus ocurrencias y agudos comentarios.
Por la tarde se había organizado una cuerva que iban a tomar varios amigos en la habitación más recóndita del bar. El maestro de ceremonia, como por las mañanas, es Juan Pedro. Se bebe en cantidad con optimismo. Alguien le pide que cante “La Canoa”. El resto de la reunión lo apoya con entusiasmo. Él no se hace de rogar. Se levanta un tanto vacilante y se entona:
“Iba paseando
en una canoa
cuando de repente
se paró el motor
y una señorita que me acompañaba
al ver los chispazos
se me desmayó
¡patíu! ¡patau!”
En ese momento el cantante- ya casi cantautor- se pasa varias veces el dorso de la mano por la frente para limpiarse el sudor que le producía el esfuerzo de coger en brazos a la desmayada señorita ¿cuantas veces cantaría en su vida esta romántica canción el simpar Juan Pedrillo “el Barbero”?.
Plaza de la Constitución a mediados de los años 50.
XI
Por último, una anécdota del titular de la marca Chochete. Lugar: la Feria de Baza. Emilio se encuentra con un viejo camarada de otras ferias. Después de celebrarlo adecuadamente deciden darle alegría al cuerpo acudiendo a una “casa de niñas”. Como los gastos de la juerga que allí celebran suben como la espuma , de forma súbita, nuestro Chochete cae con un “ataque” sobre un sofá: ojos cerrados, fuertes resoplidos y remedo de convulsiones. Acude muy nerviosa la dueña acompañada de alguna de sus pupilas exclamando mientras le da aire con un cartón: “¡Cara ancha, cuello corto, se ahoga..!, ¡Cara ancha, cuello corto, se muere...!”. Su amigo, que bien lo conoce, dice con calma: “Lo que no sabe éste es que yo pienso pagar toda la juerga…". Mano de santo: Emilio de forma fulminante resucita de su ataque. Esto lo contaba aquel hombre excepcionalmente gordo y simpático mientras decía una frase “typical Cantoria”: “¡Yo, después, me findagaba de risa!”.
Personas como Emilio el Chochete se mantienen en el recuerdo de los cantorianos y son múltiples las anécdotas que sobre la "factoría el Chochete" que todavía cirulan entre nuestros mayores. Imagen: Luisa Granero
XII
Los dos éramos de talla alta y excesivamente delgados. Estos niños si siguen así van a enfermar, decían nuestros mayores. Por ello, se decidió enviarnos a Torrobra a pasar aquel verano: allí beberíamos su famosa agua, y recorriendo sus bellos y montuosos parajes se nos abriría el apetito y se fortalecerían nuestros escasos músculos. Además, que se ensancharía nuestro espíritu viviendo las celestes mañanas de sol -en aquella atmósfera transparente como el cristal- y las lentas tardes en una insuperable paz del alma. Al final del día, cuando se funden en la nada los colores del crepúsculo, podríamos contemplar extasiados el cielo que en aquellas alturas se hace dueño de la noche: millones de estrellas suspendidas en el firmamento, titilando en su inmensidad infinita, harían sentir en nosotros el placer inmenso de contemplar este prodigio único.
Mi primo Eduardo y yo trepábamos a sus escarpados montes como dos modernos tarzanes no parando en todo el día de hacer ejercicio; obviamente, después comíamos como fieras. El resultado fue que efectivamente nos pusimos bastante fuertes, dentro de lo que cabía en dos larguiruchos como nosotros.
En paralelo a nuestro fortalecimiento físico se fueron exacerbando nuestros juveniles ardores como era lo lógico en esas edades. No llegamos a intimar con las cabras pero hubiera sido posible en un horizonte no muy lejano. Sí recuerdo que había una que era nuestra predilecta, por la gracia con que andaba y balaba, y que le pusimos de nombre Gilda. Afortunadamente, todo quedó ahí.
En esta tesitura un día, ¡excepcional día!, a través de la abundante vegetación de la pequeña huerta situada delante del cortijo entrevimos la figura de una mujer maravillosa. En aquel momento comprendí a Don Quijote en su encuentro con la sin par Dulcinea. Vimos en nuestra dama a un ser angelical que con sus níveas manos cogía –como la que coge manzanas de oro en el jardín de las Hespérides- delicadamente hinojos, de seguro para condimentar sus exquisitos manjares. Cuando nuestra dama al levantar su lindo rostro se apercibió de nuestra presencia, y se dio cuenta de que quienes la contemplaban, dos auténticos faunos, se relamían como el hambriento que se apresta a devorar un apetitoso manjar, se dijo para si: “pies, para qué os quiero”. Emprendiendo entonces una veloz huída, como alma que lleva el diablo, poniendo tierra de por medio, por si las moscas. Ahí terminó nuestro frustrado encuentro con la Dulcinea de los Filabres.
Pasados unos días pusimos fin a Torrobra y regresamos a la civilización. Allí una tarde, ¡aciaga tarde!, volvimos a encontrarnos con la dama de nuestros sueños: Dulcinea se había transmutado en Aldonza Lorenzo en plenitud: su pelo era verdaderamente estopa; su cara renegrida no poseía un atisbo de belleza o feminidad; su cuerpo tenía hechuras varoniles, y sus pantorrillas, ¡ay, sus pantorrillas!, parecían verdaderamente dos hermosos morcones rellenos.
Ante aquel fatal encuentro los que corrían como gamos eran los dos primos de esta historia: ¡Dios mío, lo que puede hacer la imaginación alimentada por la necesidad en el ardor de la juventud!
De izquierda a derecha: Federo Fuentes, Juan Reche, Pepe García, Nicasio López, Diego Morillas, Jesús Fernández, Pepe Liria y Félix Reche. Colección: Jesús Fernández
XIII
En los últimos años Cantoria ha perdido algo importante que ya formaba parte de su personalidad y de su paisaje, y que tanto influyó en su vida y en su economía: me refiero al ferrocarril. Cuando se construyó en el Siglo XIX estaba proyectado que la línea pasara por Albox, dejando por tanto a Cantoria marginada. Hubo influencias políticas de algún cantoriano ilustre –por cierto, y no por farolear, antepasado mío: el diputado a Cortes D. Eduardo Jiménez Molina- y la contribución del Marqués de Almanzora que, al parecer, cedió gratuitamente las tierras que ocupara el ferrocarril a su paso por la aldea de Almanzora.
Los trenes daban vida al paisaje; y los pitidos de las pesadas y humeantes máquinas, que a su paso atronaban el valle, ya formaban parte inseparable de los recuerdos de nuestra niñez. No se puede ignorar que el tren además de los vínculos sociales y económicos también crea vínculos morales por lo que fue muy dolorosa la pérdida de “nuestro Ferrocarril”.
Sabíamos qué clase de tren pasaba a cada hora del día: los correos, los mercancías o los minerales. Uno de los entretenimientos de entonces, como en la época de Campoamor, era acudir a mediodía a ver el paso de los correos -¡qué acto tan simple e inocente!- que nos hacía gozar viendo a la gente que llegaba o se iba; o, simplemente, contemplar a los viajeros que asomados a las ventanillas nos miraban con aires de superioridad o indiferencia.
Recuerdo con afecto a los últimos ferroviarios que conocí: al Sr. Lillo, Jefe de estación; al amigo Picazos, Factor; a un mozo que se llamaba César y a mi buen amigo Eduardo Padilla.
Las razones económicas han certificado la muerte y posterior entierro al ferrocarril del valle del Almanzora, a nuestro ferrocarril. Lo recordamos con nostalgia y nos duele que de nuestro mundo se haya ido para siempre lo que ya formaba parte de nuestro patrimonio sentimental.
El ferrocarril antes de entral al Túnel nº 4 de la línea a su paso por Cantoria. Colección: José Antonio Fernández Zapata
XIV
Se oye un tronar destemplado que de forma machacona va desde el Terrero a la pescadería de El Pipa. Es el claxon de una pequeña y destartalada camioneta –propia de una película de cine mudo- que nos anuncia estentóreamente su llegada y que nos trae la cosecha más genuina del Mediterráneo almeriense.
Media hora después recorre las esquinas del pueblo el pregonero anunciando la buena nueva. El pregón es sencillo y realista:
“Se hace saber:
Que acaba de llegar a C´al Pipa jurel garruchero, ¡como éste! –(exhibe un pescadillo cogido por la cola)-; y sardinas, ¡como ésta! – (igual maniobra)-.
¡Que lleven plato que no hay papel!”.
Muchas amas de casa, cuando oyen al pregonero, cogen su plato más vistoso y se dirigen a casa de Diego “El Pipa”. Por unas pesetas las cotidianas migas tendrán un apetitoso acompañamiento. El pescado frito es el complemento perfecto a lo hora de comer el alimento local por antonomasia.
En el lógico progreso histórico hemos pasado del “plato que no hay papel” a la caja de plástico; y del jurel garruchero, que unas horas antes nadaba en las cálidas aguas del Mediterráneo, al pescado congelado probablemente unos meses antes en un barco-factoría frente a las costas de Namibia.
No hay duda de que los tiempos han cambiado, pero quizás a una velocidad excesiva. Aquel era un mundo diferente al nuestro de hoy, con sus ventajas, que nos hacía convivir en un ambiente “más humano”, y sus carencias evidentes. Es claro que hay que saber valorar y aprovechar las múltiples ventajas actuales lo que no impide que recordemos aquel mundo tan premoderno con enorme simpatía.
Diego Uribe el Pipa con su mujer e hijos. Colección: Casto Uribe
XV
Por aquellos años, 40-50, existía en nuestro pueblo un núcleo significativo de gitanos que estaban socialmente bastante integrados con los castellanos –como ellos decían-. Económicamente tenían un nivel aceptable; en general, sus ingresos procedían de su actividad profesional de tratantes de ganado.
En vísperas de las ferias, a las que concurrían para ganarse el sustento -Puerto Lumbreras, Baza, Guadix, etc.-, se trasladaban a la estación de forma ostensible. El varón protagonista marchaba en el centro del grupo bien trajeado -de gris con rayas anchas-, botines de tacón alto y fino, y tocados con una mascota convenientemente ajustada; y, en la mano, no faltaba el bastón propio del oficio. Alrededor del mismo iba toda la familia orgullosa de acompañar al que marchaba a la batalla de ganar su sustento a base de hablar mucho y, si era necesario, engañar un poco.
Los cabeza de familia de esta raza -ahora lo políticamente correcto es decir etnia pero entonces se decía con propiedad raza gitana- eran, si mal no recuerdo, Pedro Aguilera, hombre ponderado y de gran personalidad, y sus tres hijos, gente simpática y amistosa; Antón, serio y formal, y su hijo que era uno de nuestros buenos amigos; Juan y su hermano “El Menuo”; “El Rizao” y su ocurrente hijo “El Chepao”. Había otro llamado José, con ínfulas de marqués, que en los días crudos del invierno se presentaba en el Casino a jugar a las cartas defendiéndose del frío con una manta cuartelera sobre los hombros, prenda que portaba con la fachenda propia del que lleva un manto de armiño. Había otros dos que “degenerando” llegaron a ser trabajadores manuales: “El Manco” y “El Porro”, dos buenas personas.
Ellos, con cualquier pretexto, se reunían a cantar y bailar, lo que es normal y frecuente en la gente de su raza. Allí no había discriminaciones por lo que asistían, curioseando, muchos castellanos. Recuerdo una fiesta donde me colé, siendo yo niño, en la que bailó, por cierto muy bien -o a mí me lo pareció- un joven castellano de familia muy conocida de Cantoria una canción que estaba de moda en este tipo de fiestas y que se llamaba EL CARBONERO. Vagamente recuerdo que decía: “El carbonero / por las esquinas / va pregonando/ carbón de encina,/ carbón de encina/ cisco de roble/ la confianza no está en los hombres,/ no está en los hombres ni en las mujeres/ que está en el tronco de los laureles./ Con ese tilín tilín que te cae por la frente/ son campanillas de oro/ que van llamando a la gente”.
Había otra fiesta, creo que específica de ellos: Las Velicas. La celebraban cuando moría un niño recién nacido -o, me figuro, con poco tiempo-. Yo vi una, quiero recordar en la casa de Juan en la calle Larga. La casa estaba llena de gente que bebía, cantaba y bailaba. En una de las habitaciones había un pequeño ataúd blanco con el cadáver de un niño que parecía estar dormido. Pienso que festejarían la indudable subida de un angelito al cielo.
Ahora que los tiempos tanto han cambiado no sé si habrán emigrado a otras tierras del país aquella gente de tanta personalidad. Si las ferias de ganado han desaparecido ¿a qué se dedicarán en la actualidad?
Comunidad Gitana de Cantoria, donde podemos encontrar al recordado Maquiné (segundo por la izquierda).
XVI
Históricamente Cantoria ha sido siempre un pueblo agrícola. No existen grandes fincas y la propiedad ha estado muy repartida. Rara era la familia clásica del pueblo que no poseyera al menos una parcela de regadío y algo de secano. Solían ser fincas pequeñas cuya producción, por muy bien que se las cultivara, sólo daban para un vivir digno. Se compensaba la mediocridad de los patrimonios, en unas tierras tan difíciles como estas, con una permanente moderación en los gastos superfluos y una enorme sobriedad en comer y beber.
El eje de la economía familiar y agrícola era el maíz. Con la harina de esta gramínea se hacían –y me figuro que se seguirá haciendo- las entrañables migas, alimento muy nutritivo que fue el cotidiano sustento de generaciones de cantorianos. Se completaba la dieta con las verduras veraniegas y las proteínas aportadas –aparte del poco selecto pescado garruchero- con algunos animales de corral, conejos y gallinas, y los imprescindibles embutidos de las matanzas familiares.
Entonces sólo había una fábrica de aserrar mármol –de D. Avelino “El Gallego”-, industria que estuvo varios años cerrada por falta de flejes en el mercado. Había también, relacionada con esta piedra caliza, numerosos talleres donde los “marmolistas” esculpían cruces, lápidas y fregaderos del omnipresente mármol. Además de la importante industria dedicada a la fabricación de ataúdes, que era entonces de las más importantes de España.
Hubo en aquella época un intento industrial interesante promovido por mi pariente Cristino y que al final quedó en nada. Creó un grupo industrial, SACOJER –Sagrado Corazón de Jesús Reinará-, que no logró levantar el vuelo desde sus inicios. Sólo funcionó una destilería de licores –llevada técnicamente muy bien por Nicasio López que era un experto en esta industria-, y que al principio se desenvolvió muy bien, surtiendo a los pueblos de los alrededores. No cuajó este intento de activar la economía del pueblo porque no había tradición industrial ni el capital necesario para un proyecto de tal envergadura, aparte de que el ambiente general del país no propiciaba iniciativa de este tipo.
Recuerdo que cuando era niño el transporte se efectuaba en carros tirados por mulas. Posteriormente, en el pueblo se compró un camión de segunda mano –anticuado y superficialmente remozado- entre tres socios que le pusieron de nombre “Las Tres Potencias”. En vista del éxito de esta sociedad se reunieron cuatro amigos y compraron otro camión, del mismo pelaje que el anterior, y lo bautizaron como “Los Cuatro Grandes”. Es evidente que en estas denominaciones había reminiscencias de la II Guerra Mundial aderezadas con el clásico humor cantoriano. Demostraba esto, por otra parte, el auténtico potencial del capitalismo del pueblo: tenían que asociarse tres o cuatro personas para comprar un simple camión de segunda mano. A pesar de su escasa importancia intrínseca esas compras fueron un gran acontecimiento en el pueblo. Se pensaba que con “estos viejos cacharros” nos estábamos subiendo al tren del progreso. Desde entonces ya no serían los fenicios de Albox los exclusivos reyes de la carretera.
En fin, un sueño más. Sueño que daba material para las conversaciones en las felices tertulias que cada tarde-noche se constituían, ante unas botellas de vino y unas tapas, en los numerosos bares que entonces había, y que eran el punto de encuentro para reunirse los amigos.
Preparando el trigo para la trilla. Colección: Antonia Matías
XVII
Mi padre me había dicho: “Esta tarde tienes que ir a la Era Grande a partir una parva de Antonio Padilla”. Éste se encontraba en la Argentina visitando a sus hijos. Era un buen amigo de mi padre y le había pedido “que le echara un ojo a sus posesiones mientras estaba lejos de Cantoria”. El trigo que trillaban procedía de una pequeña finca que poseía en Torainina. La recuerdo como una parcela muy amena, con mucha agua, donde había árboles frutales, alfalfa y verduras para la casa. Aquel año, probablemente, el encargado de cultivarla había sembrado un poco de trigo.
Yo era todavía un niño de pantalón corto. Aquella tarde hacía un calor sofocante y los trilladores, cuando llegué a la era, descansaban fumando un cigarro en un chozón de cañas de cuyo techo colgaba un botijo. Tímidamente, desde la puerta del chozón, pregunté si era allí donde trillaban la parva de Antonio Padilla. Los tres o cuatro hombres que descansaban se me quedaron mirando y, después de intercambiar miradas entre ellos poniendo cara de guasa, uno me dijo muy serio: “Niño ¿has traído el gato?”. Me quedé sorprendido e inocentemente le contesté: “qué gato, a mi me ha mandado mi padre para saber cuanto trigo ha tenido Antonio Padilla”. La cosa era muy simple, le estaban tomando el pelo a aquel chiquillo. El “cosechón” que había producido aquel “fincarrón” era nada más y nada menos que una fanega de trigo –le correspondía, pues, media fanega al terrateniente Padilla del cual era yo el administrador plenipotenciario-. Tal cosecha para aquellos bromistas no era digna de ser transportada por una caballería, con un gato bastaba y sobraba.
El caso fue que aquella tarde bochornosa los trilladores pasaron un buen rato a costa mía. Ahora, desde tan lejos, esta huella en mi memoria sólo me produce ternura, y yo me pregunto ¿qué habrá sido de todo aquello? ¿Quedará algo de aquel mundo?.
D. Alejo Fernández. Colección: Jesús Muñoz
XVIII
En mi juventud la asistencia médica en Cantoria estaba servida por los miembros de la familia López (Don Juan y Juanito Ver biografía) y por Don Ángel Guerrero, médico forastero, extraordinariamente grueso y de trato cordial y respetuoso claramente impostado. Este facultativo, al parecer, estaba especializado en Obstetricia. Fuera esto cierto o no el hecho es que era llamado frecuentemente para asistir a los partos tanto en el pueblo como en los cortijos.
Se contaba que en uno de los partos que asistió en el campo, y que se prolongó durante toda la noche, le trajeron un jamón para entretener su voraz apetito mientras se le ocurría salir al niño. Se dijo, también, que en tanto progresaba el parto fue disminuyendo el volumen del jamón de tal forma que cuando el infante estuvo felizmente en el mundo el pobre jamón quedaba reducido a un escueto codillo, que ya sólo serviría para preparar un buen caldito para la parturienta. De lo anterior, que yo sepa, no dio fe ningún Notario, aunque lo contaban como un sucedido real.
Cuando terminé mi carrera de medicina me presenté en Cantoria con mi Título recién salido del horno. En verdad que con mucho título pero con poca práctica médica. Don Ángel Guerrero, que siempre me trató con una deferencia excesiva para mi edad, lo que me hacía sospechar que era fingida, me emplazó para “hablar de un asunto que me interesaba”.Aquella tarde nos sentamos en la puerta del bar Perla y directamente me dijo:
-Le propongo que se venga aquí de médico y, para empezar, le cedo incondicionalmente todas mis igualas.
Yo, verdaderamente, no estaba dispuesto a que aquel “colega”, tan ajeno a mi forma de pensar, pretendiera intervenir en mi destino; él, desde luego, no iba a ser autor del guión de mi futura vida profesional; además de que no era lógico que alguien de tan escasa generosidad me cediera “incondicionalmente” algo. De lo que sí estaba seguro es de que no lo hacía por altruismo, así que le dije educadamente para disuadirlo:
-Mire usted Don Ángel, estoy recién licenciado y todavía no tengo la experiencia necesaria para ejercer la profesión. Además de que quiero hacer una Especialidad. Por otra parte a mi me horrorizan los partos y en un pueblo eso es una práctica fundamental para un médico.
El doctor Guerrero me contestó:
-Esto no es problema, Sr. Fernández, usted me lleva de ayudante y, si quiere, incluso me puede reñir delante de la gente para que vean quién es el que lleva la batuta. Vamos, como si usted fuera mi maestro.
Una vez que hubo dicho estas palabras se me quedó mirando, con sus ojos de miope tras los gafas de culo de vaso que gastaba, y me soltó:
-Usted no habrá pensado que le hago estos ofrecimientos por las buenas o porque estoy enamorado de usted. ¿Sabe por qué lo hago…? ¡Por joder a los López…! usted es la única persona, por la familia a la que pertenece, que puede hacer la puñeta a esta gente.
Ahí terminó nuestra conversación que reflejaba paladinamente la clase de persona que era el tal doctor Guerrero ¡menuda generosidad tenía conmigo! ¡como para fiarse de él¡
D. Juan López Cuesta en la estación de ferrocarril en los años 40. Colección: Adolfo Pérez
XIX
Después de Nuestra Guerra hubo enormes carencias, sobre todo de alimentos, a lo que se unía las deficiencias en los transportes. Este clima propició la aparición del llamado estraperlo. El escalón más humilde de este fenómeno económico-social estaba ocupado sobre todo por mujeres que, con mucho trabajo y algún riesgo, buscaban ganarse unas pesetas.
Recuerdo a dos mujeres de Cantoria –creo que se llamaban Frasquita “La Dona” y Mariquita Fuentes- que por entonces se dedicaron a esta sacrificada, y levemente ilegal, “actividad comercial”. Iban a Granada donde compraban productos intervenidos y los trasportaban bien disimulados en cestas, para venderlos en Cantoria o en la zona de Murcia.
En alguno de los viajes pasaban por la casa de mis padres en Granada, simplemente de visita o porque traían algún encargo –generalmente matanza o frutas-. Aprovechando una de estas visitas mi padre, ante mi insistencia de niño pesado –ya que había terminado el curso escolar-, me “facturó” para el pueblo bajo la vigilancia de aquellas hadas protectoras.
Me presenté a la estación a las siete de la mañana –el tren salía a las siete treinta- con mi maletilla y mi billete. Me recibieron muy cariñosamente y me sentaron entre ellas en las nada cómodas tablas de un vagón de tercera.
El viaje iba transcurriendo con absoluta normalidad hasta el momento en que apareció el revisor por la puerta del vagón; entonces, sin aviso previo y para mi sorpresa, me envolvieron en un mantón y me metieron debajo de los asientos -“niño, encoge las piernas”, me dijeron-. Súbitamente me encontré en postura fetal envuelto en un mantón de lana y muy calentito. Se podía decir que con once años había vuelto al seno materno. Aquello verdaderamente me pareció una aventura emocionante. Las dos o tres veces que durante el trayecto pasó el revisor realizamos la misma maniobra.
La explicación de este ardid era bien sencilla: para ahorrarse unas pesetas mis protectoras compraban sólo un billete y con astucia una de ellas lograba burlar al revisor en tanto la otra vigilaba “la mercancía”. Aquel día vieron el cielo abierto: podrían realizar un viaje sin sobresaltos, con mi billete ya iban las dos “legalizadas” en tanto yo jugaba al escondite debajo de los asientos. Aquella impostura me hizo feliz: en la gozosa monotonía de mi infancia por fin había participado como protagonista en un hecho para mi insólito a la vez que transgresor.
Ferrocarril a su paso por la estación Olula-Fines. Legado: Gustavo Gillman
XX
Por último, algunas notas para la pequeña historia de una época de Cantoria. Hechos sin mayor importancia extraídos de las galerías de mi memoria que retratan, desde mi punto de vista, algo de lo que era nuestro pueblo y sus gentes por entonces.
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Aquella noche se había tomado unas copas, lo que avivaba su ingenio. El Maestro Espumilla era un hombre inteligente, aunque muy ácido en sus juicios, en especial sobre las personas que por cualquier motivo no le simpatizaban. Los médicos estaban en su primera línea de fuego porque sus métodos terapéuticos modernos le hacían una “competencia desleal” a su esposa –practicante aficionada-. Por eso, cuando hablaba de ellos, solía decir despectivamente: “El doctor Gota a Gota ese…”, por usar terapéuticas que no estaban al alcance de su “praticanta”.
Su historia más repetida, y que fue por entonces motivo de regocijo público, se refería a un tal Don Juan –que vivió en la calle Larga en la casa junto a la de Federo Fuentes-. Nuestro Don Juan era el arquetipo del excéntrico. Entre otras rarezas tenía la costumbre de salir por las noches sobre su yegua a comprobar la cosecha de aceitunas de sus olivos alumbrándose con cerillas. En una de aquellas excursiones nocturnas tuvo la desgracia de caer, junto con su caballería, en una de las lumbreras que existían en el cauce seco del río para el control de los cimbres que transcurrían bajo las arenas. Cuando se vio en aquella lamentable situación no cesaba de pedir ayuda dando grandes voces. Acudieron de los cortijos próximos numerosos paisanos y, al verlos, exclamó, como Groucho Marx en El Tren del Oeste: “¡Vengan picos, vengan palas y azadones para bajar al pozo!”, para continuar nuestro héroe pidiendo vehementemente “ ¡sogas y candiles para sacar a D. Juan!”, lo que repetía una y otra vez con voz lastimera.
Al fin, después de grandes esfuerzos, fue extraído el molido Don Juan del maldito pozo donde había caído. Los hombres que lo sacaron le recomendaron que aquella noche, por prudencia, se volviera al pueblo. “Don Juan, vuélvase usted a Cantoria”, le decían, pero Don Juan, todo mohino, como un nuevo Don Quijote molido a palos, dijo la frase que por entonces se hizo célebre: “¡Qué se dirííía si Don Juan volviera! ¡Qué se dirííía si Don Juan volviera!”. Frase actualizada por nuestro barbero al contar esta peregrina historia, y que pronunciaba enfatizando cada sílaba y alargando la segunda i de diría.
Una noche, después de relatar las vicisitudes de nuestro Don Juan, comenzó Espumilla a tratar otros asuntos de su repertorio. Un joven de la localidad, algo esmirriado y que no se distinguía precisamente por su gallardía le hizo una observación inconveniente, quedándosele mirando el Maestro exclamó: “Lo que me faltaba, quién fue a hablar, nada menos que el macho del manojo” y, cambiando de onda, continuó: “esto pasa por estar en Cantoria los cochinos revueltos con los vecinos”.
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Recuerdo que después de la Guerra se paseaba por aquellos pagos un individuo escaso de mollera y con una hemiplejía espástica que a la menor indicación se daba fuertes golpes en el pecho con el puño sano mientras decía repetidamente: “Durruti, gran batallador”, “Durruti, gran batallador”; se refería claro está, al célebre anarquista Durruti. Ser como era le permitía esos excesos que entonces, obviamente, no eran políticamente correctos.
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Durante años estuvo racionado el tabaco. Cada cierto tiempo venía un cupo que naturalmente había que sacarlo con la Cartilla de Racionamiento. Contaban de un cantoriano, que temporalmente trabajaba en Zaragoza –y que estaba censado en Cantoria a efectos de racionamiento-, que cuando se ponía a la venta el tabaco se presentaba en el pueblo a sacar su ración viniendo desde Zaragoza…en bicicleta. Esto bien que podíamos denominarlo espíritu de sacrificio por el vicio.
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Un día en el Casino, cuando era de Ramón Moreno, estando varios jóvenes dándose bromas pesadas, uno de ellos, que por cierto vivía no lejos de allí, recibió un fuerte golpe en un pie al darse con una mesa. Como era invierno llevaba calcetines y zapatos. Se le produjo una herida que sangraba bastante y rápidamente le empapó el calcetín. Ramoncillo trajo agua oxigenada y algodón para curarlo, pero la sorpresa fue que el herido quería que le aplicaran el agua oxigenada por encima del calcetín. De ninguna de las maneras estaba dispuesto a quitárselo: tenían que curarlo con el calcetín puesto ¡Qué cantidad de roña no tendría en los pies cuando no consintió que lo curaran ni quiso enterarse de cómo era la herida! En verdad que aún no había agua corriente en el pueblo por lo que todavía no estaba establecida la costumbre de lavarse los pies con una frecuencia razonable.
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Se contaba en mis tiempos cantorianos de un conocido comerciante, con establecimiento en el centro del pueblo, que en el pasado, cuando se importaban especias del Lejano Oriente, estas solían venir envasadas en latas multicolores con la inscripción muy visible de su origen –en este caso concreto procedentes de Singapur: MADE IN SINGAPORE-. Seguramente para demostrar su dominio en el arte del comercio, como correspondía a un fervoroso secuaz de Mercurio, con su sentenciosa forma de hablar le preguntó a una clienta que pedía tal condimento: “¿Usted cómo lo quiere CON-GAPORE o SIN-GAPORE ?”.
En cierta ocasión este mismo personaje fue a Granada a visitar a un médico, iba recomendado por mi padre y el facultativo no le quiso cobrar citándolo para otra fecha a fin de probar el resultado del tratamiento. En esta segunda visita nuestro hombre se presentó con un guardapolvo gris de tela ligera sobre un anticuado terno de paño oscuro y tocado con un sombrero negro semirrígido que cubría su muy calva cabeza llevando sobre un hombro, como el que lleva un fusil Mauser en un desfile, una hermosísima col para obsequiar al facultativo como señal de agradecimiento. No es difícil imaginar esta singular estampa digna de ser perpetuada en un cuadro impresionista por Renoir o Cezanne (“HOMBRE CON GUARDAPOLVO Y COL AL HOMBRO”). De haberse hecho realidad esta idea un cantoriano castizo figuraría hoy como protagonista destacado en uno de los principales museos del universo mundo.
D. Alejo y las tertulias del Casino. Colección Jesús Fernández